Lección 76. No me gobiernan otras leyes que las de Dios.
Lección 76. No me gobiernan otras leyes que las de Dios.
Vivimos en un mundo donde constantemente nos sometemos a leyes que nosotros mismos hemos fabricado. Estas "leyes" —que no son más que creencias arraigadas en nuestra mente— dictan cómo debemos actuar, qué debemos temer y de qué manera podemos alcanzar la seguridad. Creemos firmemente que necesitamos cierta cantidad de dinero para sentirnos seguros, determinados medicamentos para mantenernos saludables, o la compañía de ciertas personas para no sentirnos solos. Sin embargo, estas son cadenas invisibles que nosotros mismos hemos forjado, prisiones mentales que nos mantienen en un estado constante de miedo y limitación.
La lección 76 nos invita a contemplar una verdad liberadora: todas estas leyes son ilusiones. El dinero no proporciona verdadera seguridad, los medicamentos no garantizan la salud eterna, y la presencia física de otros no elimina la sensación de soledad si nuestra mente está separada del amor. Lo que consideramos "leyes" son en realidad intentos desesperados de la mente por ocultar una verdad más profunda: que nos atacamos a nosotros mismos con nuestros propios pensamientos. El cuerpo, con sus aparentes necesidades y vulnerabilidades, se convierte en la pantalla perfecta donde proyectamos este conflicto interno, manteniéndonos distraídos de la verdadera fuente de nuestro sufrimiento.
Al adentrarnos en esta lección, comenzamos a cuestionar todo lo que hemos dado por sentado. ¿Es realmente cierto que necesitamos acumular posesiones para estar seguros? ¿Es verdad que estamos a merced de fuerzas externas que pueden arrebatarnos la salud y la felicidad en cualquier momento? ¿Son las relaciones especiales la fuente del amor que anhelamos? Cuando examinamos estas creencias con honestidad, descubrimos que no tienen fundamento real. Son como espejismos en el desierto: parecen ofrecer algo que necesitamos desesperadamente, pero se desvanecen cuando intentamos alcanzarlos, dejándonos aún más sedientos.
Las leyes de Dios, en cambio, operan desde una lógica completamente diferente. No se basan en la escasez sino en la abundancia ilimitada. No conocen el castigo, solo la extensión del amor. No establecen jerarquías ni favoritos, sino que ofrecen a todos, sin excepción, los mismos dones eternos. Mientras las leyes del mundo nos dicen "gana o pierde", "toma antes de que te quiten", "protégete del ataque", las leyes de Dios nos aseguran que "las pérdidas no existen", que "no se hacen ni se reciben pagos", que "no se pueden hacer intercambios". Esta perspectiva revoluciona nuestra forma de ver y experimentar el mundo. Ya no necesitamos defendernos, acumular, competir o temer. En su lugar, podemos extender, compartir, unir y amar.
Reconocer que solo nos gobiernan las leyes de Dios es el acto revolucionario que nos libera de todas las tiranías, tanto las que percibimos en el mundo exterior como las que nos imponemos a nosotros mismos. Al declarar "No me gobiernan otras leyes que las de Dios", estamos afirmando nuestra libertad frente a un sistema de pensamiento basado en el miedo. Estamos reclamando nuestra herencia como hijos de Dios, cuya naturaleza es el amor ilimitado y la paz perfecta. Esta simple afirmación, repetida con sinceridad y comprensión, tiene el poder de deshacer todo el complicado sistema de defensas que hemos construido contra la verdad de lo que somos. En este reconocimiento reside nuestra salvación, pues al fin dejamos de buscarla donde nunca ha estado —en el mundo de las formas cambiantes— y la encontramos donde siempre nos ha esperado: en la quietud de nuestra mente que recuerda su Fuente.